Sundance: la revolución Redford
WILDWOOD ENTERPRISES
Roda do e la calle Robert Redford durante
el rodaje de ‘Gente corriente’, su debut como director
pero intenté ser independiente dentro de Hollywood,
intenté ser mi propia persona”
"A los 19 años, estaba muy excitado.
"A los 19 años, estaba muy excitado.
Estudiaba arte e interpretación y me comportaba como la mayoría de jóvenes,
lo que significa que no era un buen actor”
Salvador Llopart
17 Sep 2025 - La Vanguardia
Podía haberse limitado a ser una estrella. Ya lo había conseguido todo. Pero siguiendo la estela de Walt Whitman, un poeta al que Redford admiraba por su vitalidad y optimismo, él sabía que “contenía multitudes” y esas multitudes no cabían tan sólo en su papel de actor. Desde Hollywood, al igual que Paul Newman, su inolvidable e insustituible compañero en Dos hombres y un destino y El golpe, empezó a mirar hacia la dirección. En 1980 realizó una película de tanto éxito como Gente corriente, reconocida aquel mismo año con cuatro Oscar, incluido el de mejor director. Mejor debut, imposible.
El objetivo era dejar de lado su papel de galán y ponerse tras la cámara. Eran tiempos convulsos en EE.UU. Especialmente en lo social, con la guerra de Vietnam coleando en la conciencia del país. Un momento que, para el cine, ha dado en llamarse el del “nuevo Hollywood”. En ese momento surgieron creadores inclasificables: toros salvajes o moteros tranquilos, parafraseando el título del libro que Peter Biskind dedicó a ese momento singular.
Cuando los grandes estudios se dejaron seducir por directores como Coppola, Scorsese y Spielberg para cambiar las reglas del juego junto a cómplices como De Niro, Pacino y Jack Nicholson.
Ese momento mágico duró poco. Pronto los estudios volvieron a lo suyo: al cine comercial de siempre. Pero Redford entendió que ahí, en aquella forma de entender la creación cinematográfica, no se podía perder. Dejó la batalla de Hollywood para construir, lejos de allí, otro espacio más de acuerdo con su talante y sus dotes. En 1981, un año después de su debut como director, dio otro paso en un camino que cambiaría el cine de raíz: eso que ahora denominamos el nuevo cine independiente.
Ese año Redford financió y fundó el Sundance Institute, en Park City (Utah), una población perdida visitada tan sólo por esquiadores y alpinistas. Allí se gestó una revolución cinematográfica silenciosa llamada a cambiar la percepción del séptimo arte. La revolución Redford, si así queremos llamarla, se consolidó tres años después, cuando el modesto festival de cine alpino de Park City pasa a llamarse Sundance Film Festival. Así surgió y se consolidó una nueva manera de entender el cine tras el fracaso comercial del nuevo Hollywood. En Sundance el cine indie volvió a nacer.
En realidad, siempre ha habido un cine independiente en EE.UU., si por independiente se entiende que surge lejos de la influencia de los grandes estudios. Orson Welles sería el padrino de ese tipo de cine y John Cassavetes su padre putativo. Cine paupérrimo de medios y grandes ambiciones artísticas. Desde Sundance, Redford supo ver que ese cine independiente necesitaba del apoyo de los grandes nombres –estrellas de Hollywood– para llegar al gran público. Y así nació una nueva manera de entender el negocio con el acento puesto en la calidad. Sin olvidar el glamour del viejo Hollyood, y su buen hacer. Una especie de alianza mágica que tan buenos resultados tendría con el tiempo.
Ese cine independiente nacido en Sundance iba a dominar el Hollywood de los noventa hasta la llegada de las plataformas, bien entrado el siglo XXI. Ese nuevo cine, surgido a la sombra de Sundance, y por lo tanto de Robert Redford, lanzaría directores como Steven Soderbergh ( Sexo, mentiras y cintas de video, 1989) o los hermanos Cohen ( Sangre fácil, 1984), y de una u otra forma apoyaría a otros directores como Quentin Tarantino ( Reservoir dogs, 1992), Kevin Smith ( Clerks, 1994) o Darren Aronofsky ( Pi, 1998). El mismo Redford participó de forma colateral de ese cine mientras Sundance se consolidaba por sus propios medios.
En el nuevo milenio el Sundance Film Festival se consolida como el mejor escaparate del cine más inquieto, y el instituto del mismo nombre acoge creadores de todo el mundo para trabajar en sus proyectos. Sundance se diversifica y se abre al cine documental, al corto y al cine internacional. De hecho, Sundance, con los años, se ha convertido en una marca internacional con eventos paralelos en Londres y Hong Kong. En ese tiempo, sin querer hacer sombra, Redford ha seguido en activo como actor y director, con sus propios proyectos, y su nombre estará para siempre ligado a la creación de algo que define, todavía hoy, lo que entendemos por cine, buen cine, cine independiente.
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Sunset Boulevard/corbis / Getty
Memorias de África De los fotogramas más eróticos,
sin necesidad de mostrar carne, tan solo el discurrir del agua
Tres escenas y un destino
Olga Merino
17 Sep 2025 - La Vanguardia
En un plano mítico de Memorias de África (1985), Denys Finch Hatton (Robert Redford), cazador de fauna mayor, lava la melena de la baronesa Karen Blixen (Meryl Streep) mientras le recita versos de Coleridge: “Bien claro veo ahora que sabe remar el diablo”. Ambos se encuentran en la sabana, absorbidos por la neblina del calor, en medio de esas inmensas llanuras de Kenia asperjadas de acacias, cerca de los cafetales de la aristócrata; no recuerdo bien el lugar pero tampoco importa. El caso es que la imagen constituye uno de los fotogramas más eróticos de la historia del cine, sin necesidad de mostrar carne, pezones ni sábanas de blanco satén, tan solo con el rostro de la actriz y el discurrir del agua desde el pico del aguamanil hasta la tierra amarilla y sedienta. Años después del rodaje, Meryl Streep confesó en un festival de Cannes que fue su peluquero (Roy Helland) quien enseñó a Redford a enjabonar el pelo, y que les llevó unas cuantas tomas clavar la escena. A la quinta, la actriz ya estaba irremediablemente dispuesta, ay, para enamorarse en la pantalla. Ah, el amor y la libertad. Ahí seguimos, buscando el norte con la brújula del aventurero.
Despedir al actor jibarizándolo en tan solo tres escenas resulta una tarea tan inútil como absurda era esa guapura suya afilada por una aguda autoconciencia crítica. ¿Segunda escena? El gran Gatsby (1974). Ni Alan Ladd ni Leonardo di Caprio, lo siento. No habrá otro que Redford en la piel del millonario misterioso que protagoniza la gran obra de Scott Fitzgerald, un retrato del ascenso y caída del sueño americano durante la era del jazz. Hacia el final de la película, Gatsby sale de su mansión de West Egg acompañado de Nick Carraway (el espléndido narrador poco fiable de la novela), y de súbito lo atrapa la melancolía del crepúsculo: “El verano casi ha terminado. Es triste, ¿verdad? –le dice–. Te dan ganas de, no sé... De estirar la mano y retenerlo”. Poco después aparecerá muerto en la piscina, flotando sobre un colchón inflable.
Tercera escena: El golpe (1973). Un tiro por la espalda de otro guapo timador (Paul Newman) deja al protagonista que nos ocupa tirado en la moqueta, con dos regueros de sangre rezumando de cada comisura de los labios. Cuando el espectador cree que lo han matado, la desazón es pareja a la felicidad que siente cuando se saca la guinda de la boca y sonríe con esa sonrisa suya para morirse: todo era un montaje. Esta vez el fundido a negro va en serio, pero Robert Redford seguirá por siempre silbando en nuestra memoria la melodía de The entertainer, de Scott Joplin. ¿Cómo olvidarla?
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¡Que se mueran los feos!
Joaquín Luna
17 Sep 2025 - La Vanguardia
Hubo un tiempo en que Estados Unidos exportaba beldad al mundo y allí estaba Robert Redford. Mientras España cantaba ¡Que se mueran los feos! con la intención loable de mejorar la fauna autóctona, Estados Unidos producía unos actores guapos, condenadamente guapos, tal que Robert Redford y Paul Newman, con el pitorreo añadido de que siempre se lamentaban de que los tratasen de sex symbols. Una cruz, vaya.
¿A quién le ha caído mal Robert Redford en alguna película? Su biografía corre paralela al esplendor de Estados Unidos en la tierra, salvo episodios como Vietnam o el aliento a ciertos golpes militares, muy criticados por sectores del propio sistema: Hollywood –ver Jane Fonda, que llegó a visitar Vietnam del Norte en plena guerra–, los campus universitarios y el cuarto poder, al que tan idealmente representó en Todos los hombres del presidente.
Redford ha sido el buen demócrata, el perfecto demócrata, como Paul Newman, con quien compartió dos películas clásicas e inevitablemente taquilleras (Dos hombres y un destino y El golpe). Ambos tuvieron la fortuna de desarrollar una vida pública y opinar sobre política en un mundo sin redes sociales, que hoy les hubiesen triturado, como trituran todo.
“Los Estados Unidos de América ahora son los Estados Desunidos de América”, observó en una de sus últimas entrevistas, en la primera presidencia de Donald Trump, a quien dio una oportunidad, lo cual sugiere un demócrata sin prejuicios (curiosamente, respaldó a todos los candidatos demócratas salvo a Hillary Clinton). Muy pronto detectó que Estados Unidos no era el país en technicolor de su juventud –nació en 1937– sino “una nación con grises”, de ahí que proyectase un patriotismo crítico y sin estridencias.
Viéndole lavar el cabello a Meryl Streep en Memorias de África se entienden mejor algunas cosas sobre hombres y mujeres. Redford fue el peldaño siguiente a los actores machos y castigadores, acaso los ojos azules y muchos papeles románticos sin edulcorante.
Nos deja sus películas pero una América fea, muy fea.
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