El encuentro (desencuentro) del obispo Oscar A. Romero con el Papa Juan Pablo II





Son muchos que han pedido una reedición de este articulo de Eduardo Galeano con mi pequeña introducción. Pues aqui va el texto. (lb)

Don Oscar Arnulfo Romero era un obispo conservador del interior del país. Trasladado a la capital de El Salvador comenzó a ver que los militares estaban diezmando a los opositores a la dictadura y a simples campesinos. Cuando asesinaron al padre Rutilio Grande se dio cuenta de la barbarie que se estaba cometiendo. Se convirtió a la causa de los derechos de los pobres y de la teología de la liberación que reflexiona a partir de la opresión perversa contra mucha gente del pueblo. Me encontré varias veces con él. Tenía un aura de santidad, la bondad y dulzura de su mirada lo comprobaban. Una de esas veces, en Puebla (México), me llamó aparte y me pidió: “Padre Boff, usted que es teólogo ayúdenos a hacer una teología de la vida porque en mi país la muerte es absolutamente banal. Están matando catequistas solo por llevar consigo el catecismo que enseñan a los niños, alegando que los adoctrinan en el marxismo”. Como sabemos, mientras levantaba el cáliz con la sangre de Cristo fue alcanzado por una bala asesina, mezclando su sangre de mártir con la de Cristo. Roma tardó muchos días en reconocer su asesinato. Los detractores del compromiso de la Iglesia con los pobres hicieron circular la versión de que se trataba de una muerte de origen político y no religioso. Después condenaron el acto sin mencionar a los autores. Hoy es venerado como Santo, pues lo era de verdad. El Papa Francisco liberó su proceso de beatificación y posterior santificación. Ojalá pronto puedan unirse a él tantas otras personas martirizadas por causa de su lucha por la justicia para con los humildes como la hermana Dorothy Stang y mi alumno el Padre Josimo, entre muchos otros y otras. Publicamos aquí un texto del gran escritor, amigo de Brasil y de las grandes causas, el uruguayo Eduardo Galeano. LBoff

***

En la primavera de 1979, el arzobispo de El Salvador, Óscar Arnulfo Romero, viajó al Vaticano. Pidió, rogó, mendigó una audiencia con el papa Juan Pablo II:

-Espere su turno.
-No se sabe.
-Vuelva mañana.

Por fin, poniéndose en la fila de los fieles que esperaban la bendición, uno más entre todos, Romero sorprendió a Su Santidad y pudo robarle unos minutos.

Intentó entregarle un voluminoso informe, fotos, testimonios, pero el Papa se lo devolvió: -¡Yo no tengo tiempo para leer tanta cosa!

Y Romero balbuceó que miles de salvadoreños habián sido torturados y asesinados por el poder militar, entre ellos muchos católicos y cinco sacerdotes, y que ayer nomás, en vísperas de esta audiencia, el ejército había acribillado a veinticinco ante las puertas de la catedral.

El jefe de la Iglesia lo paró en seco: -¡No exagere, señor arzobispo!

Poco más duró el encuentro.

El heredero de San Pedro exigió, mandó, ordenó: -¡Ustedes deben entenderse con el gobierno! ¡Un buen cristiano no crea problemas a la autoridad! ¡La iglesia quiere paz y armonía!

Diez meses depués, el arzobispo Romero cayó fulminado en una parroquia de San Salvador. La balá lo volteó en plena misa, cuando estaba alzando la hostia.
Desde Roma, el Sumo Pontífice condenó el crimen. Se olvidó de condenar a los criminales.

Años después, en el parque Cuscatlán, un muro infinitamente largo recuerda a las víctimas civiles de la guerra. Son miles y miles de nombres grabados, en blanco, sobre el mármol negro. El nombre del arzobispo Romero es el único que está gastadito.

Gastadito por los dedos de la gente.

Eduardo Galeano en su libro “Espejos”.

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