Despedida a aquel Loco al que amé en mi infancia
No murió por la caída, la cirugía, el virus ni la neumonía: se fue a buscar a Nacha, el amor de su vida.
Tímido y showman, reivindicó la figura mal vista del arquero.
21 Apr 2025 - Deportivo
Osvaldo Pepe - pepeosvaldo53@gmail.com
“Si no fuese por el fútbol, sería un borrachito de pueblo”, me diría Hugo Orlando “El Loco” Gatti en lo que fue presentada en una cantina de La Boca como su autobiografía “Yo, el único”, que en verdad escribiera quien firma esta nota en octubre de 1977, al calor de los recuerdos de la época campesina del ídolo de Boca en los pagos de Carlos Tejedor.
Aquellas páginas fueron un tributo a quien había sido uno de los dos ídolos futboleros de la infancia, junto a Luis Artime padre, paridos ambos en Atlanta, el club de mis amores y disgustos, a partir de la madurez más de los segundos que de los primeros. Sin embargo, con triunfos memorables ante los equipos grandes, sobre todo Boca y River, aquel Atlanta dirigido por Osvaldo Zubeldía llenaría de júbilo el tiempo en que los únicos sueños dignos de ser soñados galopaban en una pelota de cuero. Mi firma no figura en los créditos de la biografía: en aquella época, los periodistas, en particular los deportivos, no éramos protagonistas de nada sino simples narradores de los partidos que veíamos o de las historias de los futbolistas.
Que uno sepa, “Yo, el único” es el único libro que evoca cosas que Gatti nunca contó, sobre todo sobre su infancia campesina y la relación con su padre, don Pedro Gatti, y su mamá, Mercedes Caire, en un hogar con otros 6 hermanos (tres mujeres y tres varones): casa con pasillo largo y fondo con gallinas, conejos, pavos y cerdos.
Era frecuente los fines de semana o en épocas de campaña ver en “lo de los Gatti” muchos invitados por el jefe del clan, un radical yrigoyenista a quien le gustaba asar costillares y discursear sobre política. Era una familia que vivía sin privaciones y trabajaba la tierra con buenas maquinarias que generaban ingresos para sostener una tribu numerosa, en la cual Hugo era el menor y más mimado.
Ya de grande, el Loco cada vez que podía escapaba del departamento de Belgrano Residencial y se refugiaba en la casona de las Lomas de San Isidro, tirado sobre el césped a la sombra de algún árbol en el ritual de la siesta. El Loco de la larga fama era un campesino sencillo, pero capaz de regar de felicidad las canchas y quitarle dramatismo al fútbol.
En las conversaciones que teníamos para darle forma a su biografía bebía con deleite una copa de vino blanco helado (Castel Chandón) en almuerzos sin apuros en una parrilla de la calle Alvear y el río, en la ribera norte de Martínez, con una mesa abundante en achuras, vacío y entraña, su corte preferido. Era carnívoro y no necesitaba de dietas especiales para desarrollar su cuerpo de atleta futbolero: alto, flaco, algo desgarbado, de piernas larguísimas, puro músculo, una de las claves de su capacidad para desempeñarse en el arco.
Cierta vez me contó que en el memorable triunfo por 1-0 de la Selección de Menotti ante la URSS (gol de Kempes, debut de Passarella) jugado en Kiev bajo la nieve y con el termómetro varios grados bajo cero, protegido con calzas de lana y gorrito, se auxilió con una petaca de whisky escondida detrás de uno de los postes: “Delincuente, escuchame ésta. Me la tomé toda y jugué el mejor partido de mi vida”. Le gustaba decirle “delincuente” a la gente que apreciaba. Rarezas de loco, propias del Loco.
De pibe lo llamaban “El Chita”, por la mona de Tarzán: en un garaje del pueblo imitaba a los artistas de circo y uno de sus amigos, al ver sus movimientos simiescos, le disparó: “Parecés Chita”. En Buenos Aires, ya en el mundo del fútbol, tendría un apodo más feliz, propio de su ingenio y creatividad para ocupar el arco, puesto que detestaba. Y pasó a ser simplemente El Loco para todos. “El más grande”, para él. Polémico, tímido y a la vez showman, ocurrente tiempo completo, reivindicaría la figura mal vista del arquero desde la infancia, cuando el gordito iba siempre al cadalso del arco: “En el puesto de los bobos, yo soy el más vivo”.
Y vaya si cumplió: fue uno de los más grandes arqueros del fútbol argentino, en un podio compartido con El Pato Fillol y el Dibu Martínez en tiempos modernos. Y como modelo de todos ellos el totem de Amadeo Carrizo, tutelando el sufrido oficio de “jugador que puede usar las manos”
Dejó un legado enorme. Fue el gran difusor de un estilo que había alumbrado con el inmenso Carrizo, gran ídolo de River de los años 40, 50 y 60, y continuado por Néstor Errea, su antecesor en Atlanta, club en el cual Gatti había debutado a los 17 con suerte esquiva: 0-2 ante Gimnasia en La Plata, donde también brillaría.
Su polémica con Fillol fue estimulada por los medios y por la lengua larga del Loco, pero no se llevaban tan mal como parecía. Aunque alguna vez pasaron por tribunales por la lamentable frase de “Fillol es una papa hervida”. Me la dijo en uno de los últimos reportajes que le hice y después de tres advertencias. “¿Y qué querés que le haga? Si es una papa hervida”, dobló la apuesta. La “batalla cultural” del estilo de arqueros la ganaría Gatti, aunque el Mundial 1978 consagró a Fillol como el mejor. Hoy los arqueros no atajan como el Pato. Atajan como el Loco.
Fue en mi departamento de dos ambientes de recién casado donde Nacha Nodar, ex modelo, amor de su vida y mamá de sus dos hijos (Lucas Cassius, por Clay, y Federico) contó que estaba embarazada del primero. Las náuseas y los malestares la privaron de la reunión social. El Loco comió y bebió por ambos. Brindamos por el hijo que vendría con una Copa Libertadores bajo el brazo, la primera de Boca: él fue el gran héroe de esa conquista al atajar en el desempate por penales el remate de Lázaro Vanderlei, del Cruzeiro.
Enferma, Nacha se fue en junio pasado. Hugo Gatti, su gran amor, acaba de morir, aunque alguna vez uno había pensado que los ídolos vivirían para siempre. El Loco no murió por la caída, la operación, el virus hospitalario ni la neumonía bilateral. Sabiendo la devoción que sentía por esa mujer bellísima, que fue la gran equilibrista de su vida, uno diría que simplemente dejó todo y se fue a buscarla.
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