Kennedy, a sesenta años de un magnicidio aún impune


Una red de intereses cruzados trabó desde el comienzo la verdad sobre la autoría intelectual. Y sólo quedó firme la hipótesis de un único tirador.

18 Nov 2023 - Clarín
pepeosvaldo53@gmail.com - Osvaldo Pepe

Fueron tres disparos secos, sucesivos y uno de ellos, el último, devastador, gatillados con la frialdad pasmosa de uno o más sicarios. Ocurrió el 22 de noviembre de 1963 en la Plaza Dealey en la ciudad de Dallas, en el sureño estado de Texas. Se están cumpliendo 60 años de aquel magnicidio de John Fitzgerald Kennedy, el 35° presidente de los Estados Unidos, entonces de 46 años, el más impactante crimen político del siglo XX, aún impune. Esos tres disparos, que orientaron las primeras conclusiones de las pericias oficiales, se amplificarían con los años por el escalofriante video registrado con su cámara Súper 8 por Abraham Zapruder, uno de los asistentes al recorrido de la caravana presidencial. Y, definitivamente, se potenciarían por el relámpago imborrable causado en la memoria colectiva de varias generaciones en todo el mundo, en el cenit de la Guerra Fría.

Argentina no estuvo exenta del sacudón emocional que causó el asesinato: quienes hayan sido contemporáneos, digamos quienes tengan alrededor de 65/70 años o más, seguramente recordarán qué hacían y dónde estaban en el momento exacto en que el país supo la noticia. Eran las 12.30 del mediodía en Dallas, las 14.30 en Buenos Aires. Oficialmente, la muerte de Kennedy se anunciaría una hora después de ocurrida, en un comunicado de la Casa Blanca. Aquel viernes que paralizó al mundo, el presidente Illia, con 40 días en el cargo, adhirió de inmediato al duelo con un decreto. Y pronto se pusieron a media asta las Banderas en escuelas y edificios públicos.

En EE.UU., al unísono, todos los organismos de seguridad apuntaron a Lee Harvey Oswald, considerado el autor material, pero en los entramados finos del poder se sabía que no era un simple “lobo solitario” con perturbaciones psíquicas y contactos cruzados con el mundo del espionaje tanto en las cloacas de la CIA como de la KGB. Lo detuvieron en sólo dos horas y apenas resultaría el iceberg de una constelación mayor, tan fina y cuidadosamente organizada, con sistemas de autoprotección cruzados, que llevaría a todas las investigaciones de carácter oficial a coincidir en que había actuado a su antojo y por su exclusiva voluntad. Sin embargo, para alimentar la idea de una “conjura de necios” el matador sería ejecutado en 48 horas por un mafioso a la vista de todos, de un balazo en el abdomen, que registró la TV para la turbación mundial. Definitivamente, que Oswald fuera un asesino que se había movido con el instinto de un maniático aislado, sin respaldos de ningún tipo, era -y sigue siendo- una hipótesis indigerible.

En base a fuentes periodísticas del momento, recopilaciones posteriores, libros, ensayos, documentos oficiales y hasta películas, la reconstrucción de los meros hechos fue en líneas generales como se pasa a describir. En la visita proselitista de Kennedy a Texas, Estado poco afín a sus políticas, el primero de los disparos se produjo a las 12:30, hora de Dallas, cuando la limusina que trasladaba al presidente, una Lincoln Continental modelo 1961, descapotable, fabricada por la Ford y adaptada luego para su uso como vehículo de la Casa Blanca, avanzaba a una velocidad de 15 kms por hora para permitir la mayor cercanía posible entre el presidente joven, elegante y transgresor, y la gente que lo recibía con júbilo. Ese primer disparo partió del sexto piso de una librería y depósito, en una curva del trayecto de la comitiva. Según los peritajes considerados más fiables, la bala rozaría un árbol, rebotaría en el suelo y produciría la herida del transeúnte James Tague, quien estaba a 82 metros de la corte presidencial, causándole sólo heridas menores.

Tres segundos y un suspiro después, se escucharía el segundo estampido. Se lo conocería como el de “la bala mágica”, por las conclusiones de los expertos sobre el curso del disparo. Al parecer, la bala habría salido del fusil (un Mannlicher-Cacano M91/38, de carga manual y mira telescópica), a una velocidad de 600 metros por segundo y recorrería 58 metros hasta su objetivo. Atravesaría el saco de Kennedy, con una velocidad de 520 m/s y destrozaría su garganta por debajo de la nuez de Adán, ya entonces con una velocidad de 460 m/s. Asimismo, desgarraría la camisa y el nudo de la corbata para “empezar a girar sobre sí misma”, hasta recorrer los 65 cms que separaban al presidente del gobernador texano, John Connally, quien viajaba en el asiento delantero de la limusina. Penetraría en su espalda a la altura de la axila derecha y luego cruzaría su pecho, le fracturaría una costilla y saldría por debajo del pezón derecho; además desgarraría la camisa y el saco a unos 270 m/s y luego penetraría en su muñeca; saldría por la palma de la mano y, ya desacelerada hasta los 120 m/s, entraría en el muslo del gobernador y llegaría a una profundidad de 5 cms en el muslo. Créase o no, todo figura en los peritajes oficiales. Increíble poder el de ese proyectil: de allí lo de “la bala mágica”.

Según la colección “Transformaciones en la Historia Presente”, del Centro Editor de América Latina, justo antes del primer disparo, Nelly Connally, esposa del gobernador del Estado, se daría vuelta en la limusina para comentarle a Kennedy, con una sonrisa: “No podrá quejarse usted de que Dallas no lo haya recibido amistosamente”. En segundos, el gesto se transformaría en una profecía desgarrada por la tragedia. Los disparos sucesivos abrieron las puertas del infierno en las calles de Dallas. Jackie Kennedy exclamó un lacerante “¿Oh,…No… no… no!”. La Lincoln aceleró rumbo al Parkland Hospital. La mujer del presidente contaría después que “el resto del camino fui abrazada a John, sujetándole la cabeza para impedir que se le saliera el cerebro”. Desolador testimonio. Para la historia.

En el Hospital dieron por muerto a Kennedy a las 13, media hora después del ataque y 38 minutos antes de que los medios difundieran el comunicado oficial preparado por Malcolm Kilduff, secretario de Prensa de la Casa Blanca, que decía: “…El presidente murió de una herida de bala en el cerebro… fue herido en la frente. Aún tenía vida al llegar al Hospital…no recobró el conocimiento antes de fallecer…” Según ese parte, la primera versión oficial del magnicidio señalaba que a Kennedy le habían disparado de frente y no de espaldas, como afirmarían relevamientos posteriores.

Tras minutos de zozobra política y desasosiego emocional, el vicepresidente Lyndon Baines Johnson, entonces de 55 años y extensa trayectoria (había sido durante 23 años tres veces senador por Texas, el Estado en el que ocurrió el asesinato) fue llevado a bordo de un avión de la Fuerza Aérea al aeropuerto de Dallas, en el cual trasladarían los restos de Kennedy. En la aeronave, junto a su esposa y a la ya viuda Jaqueline Kennedy, Johnson prestaría el juramento que lo consagraba nuevo presidente.

En las 24 horas de investigación posteriores al crimen, la Policía texana concluyó que el único actor había sido Oswald. En un clima de suspicacias, sospechas y versiones contradictorias, el presidente Johnson dispondría el 29 de noviembre, una semana después del asesinato, la creación de una comisión investigadora, a cuyo mando estaría Earl Warren, presidente del Tribunal Supremo de Justicia de Estados Unidos: el insólito recorrido de la “bala mágica” forma parte de las conclusiones del informe Warren. “Es necesario que todo salga a luz”, había sido la consigna del presidente Johnson al cuerpo ad hoc creado para llegar a la verdad, con la tarea de entrevistar a más de un centenar de testigos considerados relevante en las pesquisas. El Capitolio aprobaría las gestiones de la Comisión, que llevaría como nombre (Comisión Warren) el apellido de su presidente y jefe de la Justicia de la Nación. La conclusión definitiva, escrita en 888 páginas, sería entregada a Johnson el 24 de septiembre de 1964 y se haría pública tres días después. Causaría un desencanto generalizado: había llegado al mismo puerto testimonial al que la policía texana había arribado sólo 24 horas después del crimen. Lee Harvey Oswald había actuado sólo y era el único responsable del magnicidio.

No por casualidad, el nuevo presidente era mirado de reojo por la opinión pública de su país, quizá porque pesaba sobre su historia la fama de ser un portavoz oculto de las grandes petroleras de Texas. O porque habían trascendido detalles de su mala relación con Kennedy, quien lo había derrotado en las primarias de 1959 que consagrarían la candidatura demócrata del descendiente de irlandeses.


La Comisión Warren abundó en consideraciones para abonar la hipótesis del “lobo solitario”. También consideró que Jacobo Rubinstein (Jack Rubi), de 52 años, quien mataría a Oswald al día siguiente del magnicidio, se había movido por propia voluntad y sin compañía. Y a él le cabía, por tanto, la misma caracterización, aunque su prontuario habilitaba la sospecha.

Según corrillos y trascendidos del momento, Rubi había recibido luego del ataque de Oswald una orden concreta, en verdad una amenaza con los códigos rotundos del hampa: “Date por muerto si no lo silencias antes de que declare”. Con esa tortuosa intimidación a cuestas, el 24 de noviembre, en los sótanos de la Jefatura de Policía de Dallas, rodeado de agentes, periodistas y camarógrafos de la TV, Rubi saldría al cruce de Oswald y sus custodios, sacaría con tranquilidad y sin resistencia alguna su revólver corto Colt Cobra y le dispararía en el estómago al único acusado a menos de dos metros de distancia, cuando lo llevaban a una prisión estatal, a la espera del juicio. Oswald moriría dos horas después en la camilla de operaciones. Rubinstein sería juzgado y condenado a muerte por homicidio premeditado, pero sus abogados apelarían una y otra vez hasta que lograron cambiar la carátula a homicidio simple. Conseguirían mucho más: retardar la ejecución de la pena, debido a la enfermedad terminal que sorprendió a Rubi en prisión. Moriría el 3 de enero de 1967.

Aquel 22 de noviembre, Oswald no sólo sería acusado de matar a Kennedy. También le adjudicarían el asesinato de un agente de la policía estatal, J. D. Tippit, ocurrido en un suburbio residencial unos 45 minutos después del magnicidio. Al parecer, en base a fuentes oficiales, el agente habría identificado a Oswald durante su huida, situación que habría llevado a éste a ejecutarlo. Sin embargo, de acuerdo a quienes más tarde alimentarían la “teoría de la conspiración” de una poderosa mafia política, en verdad Tippit habría sido parte de uno de los equipos de tiradores que intervino en la emboscada al jefe de la Casa Blanca. Razón por la cual sería liquidado por sicarios con conchabo en la CIA para evitar que alguna vez filtrara su testimonio.

A las pocas horas del asesinato, la Casa Blanca ordenaría que los datos pasasen a manos del FBI, dirigido por el legendario John Edgard Hoover, reconocido antisemita y anticomunista furioso, al mando del organismo desde 1948 (seguiría en el cargo hasta su muerte en 1972). Versiones de distinto origen lo señalaron por haber actuado en sintonía con las exploraciones de la CIA para inculpar a Oswald como “único responsable”. Todo lo actuado, y supervisado por el ojo de halcón de Hoover, pasaría sin objeciones a manos de la Comisión Warren. The New York Times había advertido que la Comisión rechazaría cualquier hipótesis que alentara la idea de un complot. Así fue: luego de 10 meses de pesquisas, interrogatorios y pruebas periciales, su conclusión fue la misma que ungía a Oswald como el asesino solitario. Hubo un único tirador y tres disparos.

Sin embargo, surgiría la voz de un refutador de las versiones oficiales. La del fiscal de Nueva Orleans entre 1962 y 1973, James (Jim) Garrison, quien investigaría el caso mientras buscaba vinculaciones entre la CIA y la mafia en su propia ciudad, donde había nacido Lee Harvey Oswald, episodio que habilitaría su intervención. Así, se transformaría en el gran objetor de la Comisión Warren, cuando el sistema de poder de Washington había dado por válido lo actuado por ella. Garrison, por ejemplo, descreyó de la “bala mágica” y su insólito recorrido, señaló el listado de errores, falta de rigor e incompetencias de la Comisión. Y en 1967 presentaría los resultados de sus pesquisas. Consideró que hubo “una conspiración política” y contabilizaría seis disparos, no tres. A uno inicial, que no tocaría a nadie, le sucederían otros: el segundo impactaría en la frente y el cuello de Kennedy; el tercero en la espalda; el cuarto le pegaría al gobernador Connally en la espalda; el quinto fallaría y heriría a un espectador y el sexto impactaría en la cabeza de Kennedy, para hacerla estallar como un globo de sangre. De nuevo: hubo más de un tirador y seis disparos.

Sólo el cineasta Oliver Stone rescataría las objeciones de Warren y las llevaría al celuloide en la película JFK (1991), en la cual Kevin Costner lo interpretaría para avivar las llamas de la sospecha y resucitar así la hipótesis de la conspiración, cuyos reflujos no cederían, todo lo contrario: se habían retroalimentado con los asesinatos del pastor Martin Luther King (4 de abril de 1968, en Memphis) y del senador Robert Kennedy, hermano de John (6 de junio de 1968, en Los Angeles), con sus sangrientas sagas de revueltas interraciales y multiplicación de las muertes.

De allí que en 1976 el Congreso de los Estados Unidos constituyó el Comité Selecto de la Cámara de Representantes sobre los Asesinatos para abrir nuevas investigaciones acerca de los tres magnicidios, unidos por un visible hilo de la Historia. Tres años después, en 1979, en el caso de John F. Kennedy, el Comité concluyó que había verificado un cuarto disparo de un tirador quien habría estado sobre un montículo de hierba, de frente a la comitiva presidencial, pero falló en la ejecución. De hecho, obraría como un aval a la teoría de la conspiración, que no desarrollaría, y confirmaría a Oswald como el único asesino y que los disparos mortales fueron hechos desde atrás de la comitiva presidencial, desde el sexto piso del depósito de libros.

A 60 años una certeza sobrevive al olvido. Por diversos motivos, no todos ellos políticos, el líder muerto a tiros era refractario a una sociedad veleidosa, conservadora y pacata. El país más poderoso de Occidente, cuna del protestantismo en América, sin embargo, derramaba lágrimas tempranas por la trágica pérdida de su primer presidente católico, un adonis proclive a las travesías en sábanas ajenas, en ocasiones con más estampa de play boy furtivo que de estadista sagaz en busca de su reelección al año siguiente. El duelo colectivo por su asesinato recién amanecía cuando ya las primeras conjeturas permitían vislumbrar un universo de conexiones tan vasto que entrelazaba la alta política internacional, los añejos rencores con el staff de la CIA por turbias intervenciones del organismo que esquivaban el aval presidencial, las redes tejidas en el pasado en oscuras madrigueras de la mafia, sus políticas contrarias a los grandes consorcios empresariales y su intrépida protección de las minorías étnicas.

Al margen de rigurosas tareas de investigadores o del cotorreo político, en la memoria de varias generaciones aquel 22 de noviembre de 1963 sigue siendo una herida abierta y una incógnita que permanece. Más aún. La fecha convoca tanto al intrigante espionaje de alto vuelo como al anecdotario de algunas paradojas del destino: en el Parkland Hospital de Dallas murieron entre 1963 y 1967, en habitaciones vecinas, la ilustre víctima, el asesino de ella y el asesino del asesino. De película. Sin embargo, a seis décadas lo que se ha dado en llamar “verdad histórica” permanece inconmovible. Un asesinato, un muerto célebre, un solo asesino. Sólo que casi nadie lo cree. Y sin el “casi” también.

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